martes, 20 de noviembre de 2007

MIERCOLES 21 DE NOVIEMBRE

Día litúrgico: Miércoles XXXIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 19,11-28): En aquel tiempo, Jesús estaba cerca de Jerusalén y añadió una parábola, pues los que le acompañaban creían que el Reino de Dios aparecería de un momento a otro. Dijo pues: «Un hombre noble marchó a un país lejano, para recibir la investidura real y volverse. Habiendo llamado a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: ‘Negociad hasta que vuelva’. Pero sus ciudadanos le odiaban y enviaron detrás de él una embajada que dijese: ‘No queremos que ése reine sobre nosotros’.
»Y sucedió que, cuando regresó, después de recibir la investidura real, mandó llamar a aquellos siervos suyos, a los que había dado el dinero, para saber lo que había ganado cada uno. Se presentó el primero y dijo: ‘Señor, tu mina ha producido diez minas’. Le respondió: ‘¡Muy bien, siervo bueno!; ya que has sido fiel en lo mínimo, toma el gobierno de diez ciudades’. Vino el segundo y dijo: ‘Tu mina, Señor, ha producido cinco minas’. Dijo a éste: ‘Ponte tú también al mando de cinco ciudades’. Vino el otro y dijo: ‘Señor, aquí tienes tu mina, que he tenido guardada en un lienzo; pues tenía miedo de ti, que eres un hombre severo; que tomas lo que no pusiste, y cosechas lo que no sembraste’. Dícele: ‘Por tu propia boca te juzgo, siervo malo; sabías que yo soy un hombre severo, que tomo lo que no puse y cosecho lo que no sembré; pues, ¿por qué no colocaste mi dinero en el banco? Y así, al volver yo, lo habría cobrado con los intereses’.
»Y dijo a los presentes: ‘Quitadle la mina y dádsela al que tiene las diez minas’. Dijéronle: ‘Señor, tiene ya diez minas’. ‘Os digo que a todo el que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí’».
Y habiendo dicho esto, marchaba por delante subiendo a Jerusalén.

Comentario: P. Pere Suñer i Puig SJ (Barcelona, España)
«Negociad hasta que vuelva»
Hoy, el Evangelio nos propone la parábola de las minas: una cantidad de dinero que aquel noble repartió entre sus siervos, antes de marchar de viaje. Primero, fijémonos en la ocasión que provoca la parábola de Jesús. Él iba “subiendo” a Jerusalén, donde le esperaba la pasión y la consiguiente resurrección. Los discípulos «creían que el Reino de Dios aparecería de un momento a otro» (Lc 19,11). Es en estas circunstancias cuando Jesús propone esta parábola. Con ella, Jesús nos enseña que hemos de hacer rendir los dones y cualidades que Él nos ha dado, mejor dicho, que nos ha dejado a cada uno. No son “nuestros” de manera que podamos hacer con ellos lo que queramos. Él nos los ha dejado para que los hagamos rendir. Quienes han hecho rendir las minas —más o menos— son alabados y premiados por su Señor. Es el siervo perezoso, que guardó el dinero en un pañuelo sin hacerlo rendir, es el que es reprendido y condenado.
El cristiano, pues, ha de esperar —¡claro está!— el regreso de su Señor, Jesús. Pero con dos condiciones, si se quiere que el encuentro sea amistoso. La primera es que aleje la curiosidad malsana de querer saber la hora de la solemne y victoriosa vuelta del Señor. Vendrá, dice en otro lugar, cuando menos lo pensemos. ¡Fuera, por tanto, especulaciones sobre esto! Esperamos con esperanza, pero en una espera confiada sin malsana curiosidad. La segunda es que no perdamos el tiempo. La espera del encuentro y del final gozoso no puede ser excusa para no tomarnos en serio el momento presente. Precisamente, porque la alegría y el gozo del encuentro final será tanto mejor cuanto mayor sea la aportación que cada uno haya hecho por la causa del reino en la vida presente.
No falta, tampoco aquí, la grave advertencia de Jesús a los que se rebelan contra Él: «Aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí» (Lc 19,27).

COMENTARIOS DE SACERDOTES JESUITAS

Encuentros con la Palabra
Domingo XXXIV Jesucristo Rey del Universo–Ciclo C (Lucas 23, 35-43)–25 de noviembre de 2007
“Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*

El ciclo litúrgico que termina hoy con la celebración de la fiesta de Jesucristo Rey del Universo, nos presenta a un rey crucificado, del que se burlaban las autoridades diciendo: “– Salvó a otros, que se salve a sí mismo ahora, si de veras es el Mesías de Dios y su escogido. Los soldados también se burlaban de Jesús. Se acercaban y le daban de beber vino agrio diciéndole: – ¡Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo! Y había un letrero sobre su cabeza, que decía: ‘Este es el Rey de los judíos”. Incluso, cuenta el evangelio de san Lucas, uno de los criminales que estaban colgados junto a él, lo insultaba diciéndole: “– ¡Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y sálvanos también a nosotros¡ Pero el otro reprendió a su compañero diciéndole: – ¿No tienes temor de Dios, tú que estás bajo el mismo castigo? Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo de lo que hemos hecho; pero este hombre no hizo nada malo. Luego añadió: – Jesús, acuérdate de mí cuando comiences a reinar. Jesús le contestó: – Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Se trata de un Rey que contrasta con la imagen que tenemos de una persona que detenta ese título. Es un Rey que no utiliza su poder para salvarse a sí mismo, sino para salvar a toda la humanidad, incluidos tu y yo. Delante de este Rey, humilde y aparentemente vencido, el Beato Juan XXIII, en su Diario del alma, escribió siendo joven, un ofrecimiento que invito a repetir hoy con la misma confianza con la que él lo hizo hace ya tantos años:

“¡Salve, oh Cristo Rey! Tú me invitas a luchar en tus batallas, y no pierdo un minuto de tiempo. Con el entusiasmo que me dan mis 20 años y tu gracia, me inscribo animoso en las filas. Me consagro a tu servicio, para la vida y para la muerte. Tú me ofreces, como emblema, y como arma de guerra, tu cruz. Con la diestra extendida sobre esta arma invencible te doy palabra solemne y te juro con todo el ímpetu de mi amor juvenil fidelidad absoluta hasta la muerte. Así, de siervo que tú me creaste, tomo tu divisa, me hago soldado, ciño tu espada, me llamo con orgullo Caballero de Cristo. Dame corazón de soldado, ánimo de caballero, ¡oh Jesús!, y estaré siempre contigo en las asperezas de la vida, en los sacrificios, en las pruebas, en las luchas, contigo estaré en la victoria.

Y puesto que todavía no ha sonado para mi la señal de la lucha, mientras estoy en las tiendas esperando mi hora, adiéstrame con tus ejemplos luminosos a adquirir soltura, a hacer las primeras pruebas con mis enemigos internos. ¡Son tantos, o Jesús, y tan implacables! Hay uno especialmente que vale por todos: feroz, astuto, lo tengo siempre encima, afecta querer la paz y se ríe de mi en ella, llega a pactar conmigo, me persigue incluso en mis buenas acciones. Señor Jesús, tú lo sabes, es el Amor Propio, el espíritu de soberbia, de presunción, de vanidad; que me pueda deshacer de él, de una vez para siempre, o si esto es imposible, que al menos lo tenga sujeto, de modo que yo, más libre en mis movimientos, pueda incorporarme a los valientes que defienden en la brecha tu santa causa, y cantar contigo el himno de la salvación”.

Con la misma generosidad que refleja este escrito Juan XXIII, podríamos decirle al Señor crucificado que se acuerde de nosotros cuando comience a reinar.