miércoles, 7 de mayo de 2008

COMENTARIOS DE SACERDOTES JESUITAS

Encuentros con la Palabra
Domingo de Pentecostés – Ciclo A (Juan 20, 19-23) – 11 de mayo 2008
“Paz a ustedes”

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*

Fray Timothy Radcliffe, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores, comentaba hace algún tiempo el texto bíblico que nos propone la liturgia del domingo de Pentecostés. En su libro, El oso y la monja (Salamanca, San Esteban, 2000, 89-92), llamaba la atención sobre el abismo que existe en entre la paz que buscamos nosotros, y la paz que el Señor nos regala. Cuando los once discípulos estaban encerrados en una casa por miedo a los que habían matado al Profeta de Galilea, el Resucitado vino hasta ellos y les dijo: “¡La paz sea con ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Señor”. Pero la paz que les traía los iba a sacar de la paz del encierro y la soledad... En seguida les dijo: “Como el Padre me envió, también yo los envío”. El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite, de su búsqueda egoísta de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre se parece a la nuestra...

Casi siempre buscamos la paz encerrándonos en nosotros mismos y evitando todos los riesgos de la construcción colectiva de nuestras comunidades y de nuestra sociedad. En esto nos parecemos a los discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir lastimados... Hay que reconocer que este miedo no es puro invento. Efectivamente, tenemos experiencia de haber sido heridos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y procuramos evitar el dolor y el sufrimiento que produce este choque. Pero también sabemos que cuando nos encerramos y nos aislamos de los demás y del mundo, gozamos apenas de una paz a medias; es una paz frágil que en cualquier momento se desvanece en nuestras manos.

Nos encerramos en una paz frágil porque tenemos miedo al cambio, miedo a los demás, miedo a ser sacados de nuestro nido. El miedo nos paraliza, nos bloquea, nos confunde. Hemos desarrollado una serie de tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere sacarnos de nuestro encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestros conventos, a nuestras casas, a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar nuestras vidas con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus interpelaciones. Podemos encerrarnos también en el exceso de trabajo... Paradójicamente, llegamos incluso a utilizar la oración para mantener a Dios fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración, recitando palabras y repitiendo frases, sin ofrecer a Dios un momento de silencio porque cabe la posibilidad de que nos diga algo que altere nuestra aparente paz y nuestra tranquilidad acomodada.

Pero el Señor se las arregla para irrumpir en nuestro interior con el soplo de su Espíritu y, aún teniendo las puertas cerradas, como los discípulos en el cenáculo, El viene a inquietarnos y a salvarnos de nuestra aparente paz. Esa es la Buena nueva de hoy. Que el Señor no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos SU paz. Una paz que nos abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les anuncia su paz... Se trata, entonces, de una paz conflictiva, ‘agónica’, como diría don Miguel de Unamuno... Es una paz que abre desde fuera nuestros sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino para que vivamos una vida plena y auténtica, es decir, llena de preguntas y de problemas, pero iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en abundancia.

* Sacerdote jesuita, Director del Centro Ignaciano de Reflexión y Ejercicios (CIRE)
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JUEVES 8 DE MAYO

Texto del Evangelio (Jn 17,20-26): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos».
Comentario: P. Joaquim Petit i Llimona LC (Barcelona, España)
«Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que creerán en mí»
Hoy, encontramos en el Evangelio un sólido fundamento para la confianza: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí...» (Jn 17,20). Es el Corazón de Jesús que, en la intimidad con los suyos, les abre los tesoros inagotables de su Amor. Quiere afianzar sus corazones apesadumbrados por el aire de despedida que tienen las palabras y gestos del Maestro durante la Última Cena. Es la oración indefectible de Jesús que sube al Padre pidiendo por ellos. ¡Cuánta seguridad y fortaleza encontrarán después en esta oración a lo largo de su misión apostólica! En medio de todas las dificultades y peligros que tuvieron que afrontar, esa oración les acompañará y será la fuente en la que encontrarán la fuerza y arrojo para dar testimonio de su fe con la entrega de la propia vida.
La contemplación de esta realidad, de esa oración de Jesús por los suyos, tiene que llegar también a nuestras vidas: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí...». Esas palabras atraviesan los siglos y llegan, con la misma intensidad con que fueron pronunciadas, hasta el corazón de todos y cada uno de los creyentes.
En el recuerdo fresco de la última visita de Juan Pablo II a España, encontramos en las palabras del Papa el eco de esa oración de Jesús por los suyos: «Con mis brazos abiertos os llevo a todos en mi corazón -dijo el Pontífice ante más de un millón de personas-. El recuerdo de estos días se hará oración pidiendo para vosotros la paz en fraterna convivencia, alentados por la esperanza cristiana que no defrauda». Y ya no tan cercano, otro papa hacía una exhortación que nos llega al corazón después de muchos siglos: «No hay ningún enfermo a quien le sea negada la victoria de la cruz, ni hay nadie a quien no le ayude la oración de Cristo. Ya que si ésta fue de provecho para los que se ensañaron con Él, ¿cuánto más lo será para los que se convierten a Él?» (San León Magno).

MIERCOLES 7 DE MAYO

Texto del Evangelio (Jn 17,11b-19): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad».
Comentario: Fr. Thomas Lane (Emmitsburg-Maryland, USA)
«Que tengan en sí mismos mi alegría colmada»
Hoy vivimos en un mundo que no sabe cómo ser verdaderamente feliz con la felicidad de Jesús, un mundo que busca la felicidad de Jesús en todos los lugares equivocados y de la forma más equivocada posible. Buscar la felicidad sin Jesús sólo puede conducir a una infelicidad aún más profunda. Fijémonos en las telenovelas, en las que siempre se trata de alguien con problemas. Estas series de la TV nos muestran las miserias de una vida sin Dios.
Pero nosotros queremos vivir el día de hoy con la alegría de Jesús. Él ruega a su Padre en el Evangelio de hoy «y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada» (Jn 17,13). Notemos que Jesús quiere que en nosotros su alegría sea completa. Desea que nos colmemos de su alegría. Lo que no significa que no tengamos nuestra cruz, ya que «el mundo los ha odiado, porque no son del mundo» (Jn 17,14), pero Jesús espera de nosotros que vivamos con su alegría sin importar lo que el mundo pueda pensar de nosotros. La alegría de Jesús nos debe impregnar hasta lo más íntimo de nuestro ser, evitando que el estruendo superficial de un mundo sin Dios pueda penetrarnos.
Vivamos pues, hoy, con la alegría de Jesús. ¿Cómo podemos conseguir más y más de esta alegría del Señor Jesús? Obviamente, del propio Jesús. Jesucristo es el único que puede darnos la verdadera felicidad que falta en el mundo, como lo testimonian esas citadas series televisivas. Jesús dijo, «si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis» (Jn 15,7). Dediquemos cada día, por tanto, un poco de nuestro tiempo a la oración con las palabras de Dios en las Escrituras; alimentémonos y consumamos las palabras de Jesús en la Sagrada Escritura; dejemos que sean nuestro alimento, para saciarnos con la su alegría: «Al inicio del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da a la vida un nuevo horizonte a la vida» (Benedicto XVI).

MARTES 6 DE MAYO

Texto del Evangelio (Jn 17,1-11a): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar.
»Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado.
»Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti».
Comentario: Rev. D. Pere Oliva i March (Sant Feliu de Torelló-Barcelona, España)
«Padre, ha llegado la hora»
Hoy, el Evangelio de san Juan -que hace días estamos leyendo- comienza hablándonos de la "hora": «Padre, ha llegado la hora» (Jn 17,1). El momento culminante, la glorificación de todas las cosas, la donación máxima de Cristo que se entrega por todos... "La hora" es todavía una realidad escondida a los hombres; se revelará a medida que la trama de la vida de Jesús nos abre la perspectiva de la cruz.
¿Ha llegado la hora? ¿La hora de qué? Pues ha llegado la hora en que los hombres conocemos el nombre de Dios, o sea, su acción, la manera de dirigirse a la Humanidad, la manera de hablarnos en el Hijo, en Cristo que ama.
Los hombres y las mujeres de hoy, conociendo a Dios por Jesús («las palabras que tú me diste se las he dado a ellos»: Jn 17,8), llegamos a ser testigos de la vida, de la vida divina que se desarrolla en nosotros por el sacramento bautismal. En Él vivimos, nos movemos y somos; en Él encontramos palabras que alimentan y que nos hacen crecer; en Él descubrimos qué quiere Dios de nosotros: la plenitud, la realización humana, una existencia que no vive de vanagloria personal sino de una actitud existencial que se apoya en Dios mismo y en su gloria. Como nos recuerda san Ireneo, «la gloria de Dios es que el hombre viva». ¡Alabemos a Dios y su gloria para que la persona humana llegue a su plenitud!
Estamos marcados por el Evangelio de Jesucristo; trabajamos para la gloria de Dios, tarea que se traduce en un mayor servicio a la vida de los hombres y mujeres de hoy. Esto quiere decir: trabajar por la verdadera comunicación humana, la felicidad verdadera de la persona, fomentar el gozo de los tristes, ejercer la compasión con los débiles... En definitiva: abiertos a la Vida (en mayúscula).
Por el espíritu, Dios trabaja en el interior de cada ser humano y habita en lo más profundo de la persona y no deja de estimular a todos a vivir de los valores del Evangelio. La Buena Nueva es expresión de la felicidad liberadora que Él quiere darnos.