martes, 27 de noviembre de 2007

MIERCOLES 28 DE NOVIEMBRE

Día litúrgico: Miércoles XXXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 21,12-19): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante reyes y gobernadores por mi nombre; esto os sucederá para que deis testimonio. Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados por padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y seréis odiados de todos por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».

Comentario: Rev. D. Manuel Cociña Abella (Madrid, España)
«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»
Hoy ponemos atención en esta sentencia breve e incisiva de nuestro Señor, que se clava en el alma, y al herirla nos hace pensar: ¿por qué es tan importante la perseverancia?; ¿por qué Jesús hace depender la salvación del ejercicio de esta virtud?
Porque no es el discípulo más que el Maestro —«seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Lc 21,17)—, y si el Señor fue signo de contradicción, necesariamente lo seremos sus discípulos. El Reino de Dios lo arrebatarán los que se hacen violencia, los que luchan contra los enemigos del alma, los que pelean con bravura esa “bellísima guerra de paz y de amor”, como le gustaba decir a san Josemaría Escrivá, en que consiste la vida cristiana. No hay rosas sin espinas, y no es el camino hacia el Cielo un sendero sin dificultades. De ahí que sin la virtud cardinal de la fortaleza nuestras buenas intenciones terminarían siendo estériles. Y la perseverancia forma parte de la fortaleza. Nos empuja, en concreto, a tener las fuerzas suficientes para sobrellevar con alegría las contradicciones.
La perseverancia en grado sumo se da en la cruz. Por eso la perseverancia confiere libertad al otorgar la posesión de sí mismo mediante el amor. La promesa de Cristo es indefectible: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19), y esto es así porque lo que nos salva es la Cruz. Es la fuerza del amor lo que nos da a cada uno la paciente y gozosa aceptación de la Voluntad de Dios, cuando ésta —como sucede en la Cruz— contraría en un primer momento a nuestra pobre voluntad humana.
Sólo en un primer momento, porque después se libera la desbordante energía de la perseverancia que nos lleva a comprender la difícil ciencia de la cruz. Por eso, la perseverancia engendra paciencia, que va mucho más allá de la simple resignación. Más aún, nada tiene que ver con actitudes estoicas. La paciencia contribuye decisivamente a entender que la Cruz, mucho antes que dolor, es esencialmente amor.
Quien entendió mejor que nadie esta verdad salvadora, nuestra Madre del Cielo, nos ayudará también a nosotros a comprenderla.

MARTES 27 DE NOVIEMBRE

Día litúrgico: Martes XXXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 21,5-11): En aquel tiempo, como dijeran algunos acerca del Templo que estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida».
Le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?». Él dijo: «Estad alerta, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy’ y ‘el tiempo está cerca’. No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato». Entonces les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas, y grandes señales del cielo».

Comentario: Rev. D. Antoni M. Oriol i Tataret (Vic-Barcelona, España)
«No quedará piedra sobre piedra»
Hoy escuchamos asombrados la severa advertencia del Señor: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (Lc 21,6). Estas palabras de Jesús se sitúan en las antípodas de una así denominada “cultura del progreso indefinido de la humanidad” o, si se prefiere, de unos cuantos cabecillas tecnocientíficos y políticomilitares de la especie humana, en imparable evolución.
¿Desde dónde? ¿Hasta dónde? Esto nadie lo sabe ni lo puede saber, a excepción, en último término, de una supuesta materia eterna que niega a Dios usurpándole los atributos. ¡Cómo intentan hacernos comulgar con ruedas de molino los que rechazan comulgar con la finitud y precariedad que son propias de la condición humana!
Nosotros, discípulos del Hijo de Dios hecho hombre, de Jesús, escuchamos sus palabras y, haciéndolas muy nuestras, las meditamos. He aquí que nos dice: «Estad alerta, no os dejéis engañar» (Lc 21,8). Nos lo dice Aquel que ha venido a dar testimonio de la verdad, afirmando que aquellos que son de la verdad escuchan su voz.
Y he aquí también que nos asevera: «El fin no es inmediato» (Lc 21,9). Lo cual quiere decir, por un lado, que disponemos de un tiempo de salvación y que nos conviene aprovecharlo; y, por otro, que, en cualquier caso, vendrá el fin. Sí, Jesús, vendrá «a juzgar a los vivos y a los muertos», tal como profesamos en el Credo.
Lectores de Contemplar el Evangelio de hoy, queridos hermanos y amigos: unos versículos más adelante del fragmento que ahora comento, Jesús nos estimula y consuela con estas otras palabras que, en su nombre, os repito: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestra vida» (Lc 21,19).
Nosotros, dándole cordial resonancia, con la energía de un himno cristiano de Cataluña, nos exhortamos los unos a los otros: «¡Perseveremos, que con la mano ya tocamos la cima!».

LUNES 26 DE NOVIEMBRE

Día litúrgico: Lunes XXXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 21,1-4): En aquel tiempo, alzando la mirada, Jesús vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del Tesoro; vio también a una viuda pobre que echaba allí dos moneditas, y dijo: «De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba, ésta en cambio ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir».

Comentario: Rev. D. Àngel Eugeni Pérez i Sánchez (Barcelona, España)
«Ésta ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir»
Hoy, como casi siempre, las cosas pequeñas pasan desapercibidas: limosnas pequeñas, sacrificios pequeños, oraciones pequeñas (jaculatorias); pero lo que aparece como pequeño y sin importancia muchas veces constituye la urdimbre y también el acabado de las obras maestras: tanto de las grandes obras de arte como de la obra máxima de la santidad personal.
Por el hecho de pasar desapercibidas esas cosas pequeñas, su rectitud de intención está garantizada: no buscamos con ellas el reconocimiento de los demás ni la gloria humana. Sólo Dios las descubrirá en nuestro corazón, como sólo Jesús se percató de la generosidad de la viuda. Es más que seguro que la pobre mujer no hizo anunciar su gesto con un toque de trompetas, y hasta es posible que pasara bastante vergüenza y se sintiera ridícula ante la mirada de los ricos, que echaban grandes donativos en el cepillo del templo y hacían alarde de ello. Sin embargo, su generosidad, que le llevó a sacar fuerzas de flaqueza en medio de su indigencia, mereció el elogio del Señor, que ve el corazón de las personas: «De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba, ésta en cambio ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir» (Lc 21,3-4).
La generosidad de la viuda pobre es una buena lección para nosotros, los discípulos de Cristo. Podemos dar muchas cosas, como los ricos «que echaban sus donativos en el arca del Tesoro» (Lc 21,1), pero nada de eso tendrá valor si solamente damos “de lo que nos sobra”, sin amor y sin espíritu de generosidad, sin ofrecernos a nosotros mismos. Dice san Agustín: «Ellos ponían sus miradas en las grandes ofrendas de los ricos, alabándolos por ello. Aunque luego vieron a la viuda, ¿cuántos vieron aquellas dos monedas?... Ella echó todo lo que poseía. Mucho tenía, pues tenía a Dios en su corazón. Es más tener a Dios en el alma que oro en el arca». Bien cierto: si somos generosos con Dios, Él lo será más con nosotros.

DOMINGO 25 DE NOVIEMBRE

Día litúrgico: Domingo XXXIV del tiempo ordinario: Jesucristo, Rey del Universo (C)
Texto del Evangelio (Lc 23,35-43): En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido». También los soldados se burlaban de Él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!». Había encima de él una inscripción: «Éste es el Rey de los judíos».
Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

Comentario: Rev. D. Joan Guiteras i Vilanova (Barcelona, España)
«Éste es el Rey de los judíos»
Hoy, el Evangelio nos hace elevar los ojos hacia la cruz donde Cristo agoniza en el Calvario. Ahí vemos al Buen Pastor que da la vida por las ovejas. Y, encima de todo hay un letrero en el que se lee: «Éste es el Rey de los judíos» (Lc 23,38). Este que sufre horrorosamente y que está tan desfigurado en su rostro, ¿es el Rey? ¿Es posible? Lo comprende perfectamente el buen ladrón, uno de los dos ajusticiados a un lado y otro de Jesús. Le dice con fe suplicante: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (Lc 23,42). La respuesta de Jesús es consoladora y cierta: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).
Sí, confesemos que Jesús es Rey. “Rey” con mayúscula. Nadie estará nunca a la altura de su realeza. El Reino de Jesús no es de este mundo. Es un Reino en el que se entra por la conversión cristiana. Un Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz. Un Reino que sale de la Sangre y el agua que brotaron del costado de Jesucristo.
El Reino de Dios fue un tema primordial en la predicación del Señor. No cesaba de invitar a todos a entrar en él. Un día, en el Sermón de la montaña, proclamó bienaventurados a los pobres en el espíritu, porque ellos son los que poseerán el Reino.
Orígenes, comentando la sentencia de Jesús «El Reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17,21), explica que quien suplica que el Reino de Dios venga, lo pide rectamente de aquel Reino de Dios que tiene dentro de él, para que nazca, fructifique y madure. Añade que «el Reino de Dios que hay dentro de nosotros, si avanzamos continuamente, llegará a su plenitud cuando se haya cumplido aquello que dice el Apóstol: que Cristo, una vez sometidos quienes le son enemigos, pondrá el Reino en manos de Dios el Padre, y así Dios será todo en todos». El escritor exhorta a que digamos siempre «Sea santificado tu nombre, venga a nosotros tu Reino».
Vivamos ya ahora el Reino con la santidad, y demos testimonio de él con la caridad que autentifica a la fe y a la esperanza.

SABADO 24 DE NOVIEMBRE

Día litúrgico: Sábado XXXIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 20,27-40): En aquel tiempo, acercándose a Jesús algunos de los saduceos, esos que sostienen que no hay resurrección, le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos. Finalmente, también murió la mujer. Ésta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer».
Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven».
Algunos de los escribas le dijeron: «Maestro, has hablado bien». Pues ya no se atrevían a preguntarle nada.

Comentario: Rev. D. Ramon Corts i Blay (Barcelona, España)
«No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven»
Hoy, la Palabra de Dios nos habla del tema capital de la resurrección de los muertos. Curiosamente, como los saduceos, también nosotros no nos cansamos de formular preguntas inútiles y fuera de lugar. Queremos solucionar las cosas del más allá con los criterios de aquí abajo, cuando en el mundo que está por venir todo será diferente: «Los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido» (Lc 20,35). Partiendo de criterios equivocados llegamos a conclusiones erróneas.
Si nos amáramos más y mejor, no se nos antojaría extraño que en el cielo no haya el exclusivismo del amor que vivimos en la tierra, totalmente comprensible a causa de nuestra limitación, que nos dificulta el poder salir de nuestros círculos más próximos. Pero en el cielo nos amaremos todos y con un corazón puro, sin envidias ni recelos, y no solamente al esposo o a la esposa, a los hijos o a los de nuestra sangre, sino a todo el mundo, sin excepciones ni discriminaciones de lengua, nación, raza o cultura, ya que el «amor verdadero alcanza una gran fuerza» (San Paulino de Nola).
Nos hace un gran bien escuchar estas palabras de la Escritura que salen de los labios de Jesús. Nos hace bien, porque nos podría ocurrir que, agitados por tantas cosas que no nos dejan ni tiempo para pensar e influidos por una cultura ambiental que parece negar la vida eterna, llegáramos a estar tocados por la duda respecto a la resurrección de los muertos. Sí, nos hace un gran bien que el Señor mismo sea el que nos diga que hay un futuro más allá de la destrucción de nuestro cuerpo y de este mundo que pasa: «Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven» (Lc 20,37-38).

COMENTARIOS DE SACERDOTES JESUITAS

Encuentros con la Palabra
Domingo I Adviento – Ciclo A (Mateo 24, 37-44) – 2 de diciembre 2007
“Manténganse ustedes despiertos…”

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*

“En cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni aun los ángeles del cielo, ni el Hijo. Solamente lo sabe el Padre”. Estas palabras de Jesús vienen a nuestra vida para desengañarnos sobre las posibilidades que hay de que sepamos, exactamente, el momento en el que el ‘Hijo del hombre’ aparecerá de nuevo entre nosotros. Nadie sabe el día ni la hora… es preciso que nos mantengamos despiertos, para saber reconocer al Señor cuando aparezca en medio de nosotros. Si nos encuentra dormidos, tal vez lo dejemos pasar junto a nosotros sin reconocerlo ni acogerlo en nuestra casa. Nos podremos perder su visita…

El factor sorpresa afecta miles de circunstancias de nuestra vida. Nos sorprende un aguacero cuando no estábamos preparados con un buen abrigo y un paraguas; sucede un accidente laboral o automovilístico por un descuido de un segundo; nos llega una visita no deseada en un momento en el que no podemos suspender nuestras labores cotidianas; nos dan un resultado maligno de un examen médico cuando teníamos los mejores planes para las vacaciones venideras; nos cae encima una rama de un árbol sin el menor aviso…

Pero también hay sorpresas que podemos calificar como ‘positivas’… nos ganamos una rifa cuando siempre hemos dicho que tenemos muy mala suerte; nos regalan algo que no esperábamos y que estábamos necesitando con urgencia, nos encontramos de frente con un paisaje soberbio en medio de nuestro paseo rutinario; nos llega una carta que ya no esperábamos de alguien que extrañamos mucho; llega a la fiesta la persona querida que había dicho que no podría venir desde tan lejos para unirse a nuestra alegría…

Parecería que el ‘factor sorpresa’ hace que los males se hagan más agudos y produzcan más dolor. El sufrimiento es tanto mayor, cuanto inesperado. Pero también podemos decir lo contrario: los bienes se vuelvan más intensos y sorprendentes, en la medida en que lleguen sin avisar… El gozo por lo positivo que nos llega de sopetón, es también más intenso y gozoso. Tal vez lo peligroso de los males y/o los bienes que llegan sin avisar es que nos tomen tan de golpe y porrazo, que no estemos preparados y dispuestos para acogerlos y aprovecharlos para nuestro crecimiento y para nuestro bien.

Si estamos preparados para afrontar los males que nos llegan, por ejemplo si hemos hecho simulacros o ensayos para saber cómo reaccionar ante un incendio, un terremoto o un accidente, las consecuencias negativas podrán ser paliadas y afrontadas con mayor facilidad. Igualmente, si nos hemos preparado para recibir bienes sorpresivos, podremos aprovecharlos y disfrutarlos mucho más. Sería muy triste que nos llegara un bien tan de improviso, que terminemos perdiéndolo, porque no estábamos preparados para recibirlo, como cuando llega un amigo a la casa de sorpresa y no nos encuentra porque salimos de vacaciones por dos semanas…

Jesús nos invita a vivir preparados para paliar las consecuencias de lo malo y para disfrutar de las bendiciones que nos trae lo bueno…, pero especialmente para recibir la ‘Buena Noticia’ de su visita a nuestro corazón en este tiempo de Navidad que se acerca: “Manténganse ustedes despiertos, porque no saben qué día va venir el Señor”. Que podamos estar despiertos cuando llegue el Señor a nuestras vidas y lo sepamos reconocer. Esta es la clave del tiempo de Adviento que comenzamos hoy en el nuevo ciclo litúrgico.

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