viernes, 1 de junio de 2007


Un Papa con rostro de padre

Aunque esperábamos la noticia de la muerte de Juan Pablo II de un momento a otro cuando finalmente se nos dio en la noche del sábado, la conmoción fue general, yo me atrevería a decir que universal.

Tengo que confesar que yo quedé como paralizada, como si me vaciaran por dentro, incapaz de reaccionar. La magnitud del hecho comprendo que me desbordaba en ese momento. Después, el rezo del rosario por el alma de nuestro Papa en el santuario de Schoenstatt y la eucaristía, que celebramos a continuación, poco a poco me ayudaron a ir ordenando mis reflexiones y recuerdos de vivencias pasadas cerca de él que se acumulaban en mi interior.

Si quisiera glosar en una palabra lo que este Papa ha sido para mí diría que un “padre” amantísimo, fuerte, audaz, valiente, absolutamente entregado a su tarea de confirmar a sus hijos y hermanos en la fe y sobre todo santo.

En las entrevistas que hacían los periodistas a personas escogidas al azar en la calle, pude comprobar como algunas de ellas lo describían espontáneamente con la misma palabra: “padre”. El domingo, después de asistir a una de las misas por el Papa en la Almudena, me acerque a la estatua de bronce del Papa que estaba rodeada de ramos de flores y personas que colocaban velas a sus pies. Pegadas a su pedestal había muchas cartas y breves mensajes todos ellos expresando un gran amor y cercanía familiar al Papa. Algunos se dirigían a él como a un padre muy querido del que se despedían con dolor y gozo a la vez. Por la letra se adivinaba que bastantes de estas cartas eran de niños y de gente sencilla que habían escrito lo que les salía del corazón. De nuevo, pensé, es a los pequeños a los que se les revela los secretos más hondos que se ocultan a los sabios y entendidos.

Ellos han entendido perfectamente que cada vez que el Papa se hincaba de rodillas delante del sagrario rezaba por todos y por cada uno en particular; que cuando sufría dolores físicos y morales era también por ellos que los ofrecía al Padre unidos a los de Cristo. Quiso compartir con todos los hombres de buena voluntad sus momentos de alegría y también su llanto y su dolor, su fe firme, su esperanza gozosa y sobre todo la persona de Jesús que llenaba su corazón. No quiso ocultarles nada del progresivo deterioro de su salud y quiso dejarse acompañar en lo que a cualquier ser humano cuesta tanto aceptar. Como cualquier padre de familia en el ocaso de su vida quiso en todo momento estar acompañado por los suyos y confiarse a sus cuidados y oración. Por eso ha sido el Papa y padre de todos.

Creo con certeza que lo que esta aflorando en muchos es quizás lo más hermoso y profundo que se puede decir de este Papa y que sin duda a él le llenará de felicidad: que le consideremos y recordemos como a un padre.

Juan Pablo II es efectivamente portador de una paternidad muy fecunda porque se identifico plenamente con Cristo perfecto en su humanidad por ser el Hijo de Dios. Por esto ha podido ser un reflejo de ese rostro misericordioso del Padre eterno del que tanta necesidad tiene el hombre de hoy. Sin duda no es una casualidad el que su muerte se haya producido cuando la Iglesia celebraba la fiesta de la Divina Misericordia, fiesta muy querida e instituida por él, preparada por una bellísima encíclica suya sobre el Padre rico en misericordia: ”Dives in Misericordia”.

En estos días en las múltiples biografías que hemos tenido ocasión de ver, me impactaba fuertemente las imágenes de la entrevista del Papa con Ali Agca, quien había intentado matarle el 13 de mayo de 1981 en la Plaza de S. Pedro. Era como una ilustración en vivo de la parábola del hijo prodigo. En el Papa que se inclinaba sobre su agresor quien en un susurro parecía confesarle su culpa y su arrepentimiento, la misericordia y el perdón de Dios parecían abrazar a toda la humanidad pecadora en ese hombre, acogiéndola de nuevo con inmensa alegría.

El amor del Padre misericordioso más fuerte que el pecado y la muerte, restaurador de toda dignidad humana, que revela al hombre la verdad sobre Dios y sobre sí mismo ha sido lo que incansablemente nos ha explicado Juan Pablo II con su palabra y con su testimonio de vida.

Lo que hemos visto y palpado en él es un amor inmenso por el hombre, por todo hombre de cualquier condición, y especialmente por los más débiles física, material o moralmente. Y como todos en realidad sentimos nuestra debilidad y limitación en uno o varios de estos aspectos, en él hemos podido amar y encontrar siempre al padre por el que clama nuestro corazón. En realidad es el Padre eterno, por el que hemos sido creados y al que estamos destinados, el que nos ha salido al encuentro en él. Todo eso tiene que ver con su profundo amor a María, la perfecta hija del Padre y discípula de Cristo que ha hecho de él otro Cristo. Le educo como hijo pequeño suyo y del Padre por eso su paternidad ha sido tan grande. Su identificación con Cristo le ha llevado hasta dejarse abrasar por el mismo fuego de amor por el Padre y por los hombres que consumía el corazón de su hijo Jesús.

Juan Pablo II ha sido un papa que nos ha amado con corazón de madre y como padre nos ha enseñado a vivir y a morir sin miedo, a enfrentar el mundo y sus desafíos con esperanza, a no desertar de nuestra misión de impregnar con el evangelio todas las realidades temporales y a creer que en Cristo la victoria sobre el mal y el maligno ya nos ha sido dada aunque todavía la lucha sea dura y larga. Esta es misión de padre y para un padre.

Para mí la razón de su increíble atractivo y magnetismo universal hay que verla en su paternidad sacerdotal carismática, verdadero regalo para muchos hombres huérfanos empeñados e permanecer lejos de la casa paterna y en dilapidar las propias vidas en lo que nunca podrá saciar la sed de verdadera felicidad y plenitud humana que hay en ellos. La paternidad de Juan Pablo II parece así haber sido hecha a la medida de esa enorme nostalgia de padre que habita en tantos corazones de nuestros contemporáneos.

Si de algo tiene necesidad el mundo hoy es de padres cercanos y cobijadores, pero que al mismo tiempo sean referentes claros, modelos a los que seguir que procuren una seguridad existencial a los que les han sido confiados. Padres generadores de vida en su más amplio sentido, que se atrevan a proponer los mas altos ideales como metas por las que vale la pena empeñarse, padres con convicciones firmes que interpelen y que sean capaces de promover la libertad y responsabilidad personal.

Todo esto y mucho más lo hemos encontrado en este Papa, en sus gestos, palabras, y sobre todo en su testimonio de vida, que ha sido su más elocuente y convincente predicación.

Termino con unas palabras de Jesús que pienso que Juan Pablo II podría hacer suyas: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn.14,8)

Creo que podemos decir que efectivamente en Juan Pablo II hemos conocido a un padre, que en la medida del don recibido y que es posible para un hombre, nos ha mostrado el rostro del Padre del cielo. Por ello debemos de estar inmensamente agradecidos a Dios que lo preparó y lo puso al frente de su Iglesia durante estos veintisiete años y a él, que se entrego fielmente y sin reservas, hasta el último aliento de su vida, a la tarea confiada.


¡Descansa en paz! Querido Juan Pablo “el Grande”, como ya te llaman, y no dejes de interceder por estos hijos tuyos que todavía peregrinamos en esta tierra hacia la Casa del Padre.

Mercedes Soto Falcó